Experiencias

El enigma de lo desconocido

Naturaleza y jardines

Santuarios y templos

Museos y castillos

Literatura y poesía

Artes escénicas

Cultura popular

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El enigma de lo desconocido

Naturaleza y jardines

Santuarios y templos

Museos y castillos

Literatura y poesía

Artes escénicas

Cultura popular

El enigma de lo desconocido

El enigma de lo desconocido

Cuando uno llega a Japón por primera vez, siente que ha se ha transportado no solo en el espacio, sino también en el tiempo, y mientras los sentidos disfrutan de la máxima tecnología y los últimos avances, todo un mundo de trazos irreconocibles lo acompañan allá donde vaya. Un sistema de escritura indescifrable que a ojos del occidental, aparece como el guardián de un secreto milenario, convirtiéndose a lo largo de su viaje, en su compañero más fiel.

 

Tanto es así que a veces uno lo busca inconscientemente y descansa el pensamiento cuando posa la mirada en ese nuevo mundo de trazos pintados o en relieve, sobre los soportes más variados. Caminando por las ciudades, cuando viaja en el metro, a la entrada de un restaurante o en los mismos museos en donde obras repletas de caligrafías lo miran, mientras su inconsciente acaba atrapado por las formas abstractas de los trazos.

 

En ese momento sin saber/poder leer, más allá del significado, otras emociones aparecen. El vigor, el ritmo, el vacío, la fuerza o simplemente la nada, se apoderan del cerebro en una especie de lento masaje que borra la intencionalidad de buscar el contenido. Absorto en su analfabetismo cree distinguir trazos que le sugieren una pierna, una persona, algo parecido a una estrella… El mismo desconcierto lo aleja de lo intelectual y lo sumerge en una profunda superficie de abstracciones y supuestos.

Los signos lo acompañan en silencio, no importa su tamaño, a veces enormes en forma de publicidad, otras en pequeño formato; en esos libros y mangas que unidos a sus dueños pasean por los transportes públicos, se sientan a comer cuencos de soba (Comida popular, barata y rápida que se come en Japón) sujetos por la mano de su ávido lector o descansan en las salas de pachinko (como un casino, pero donde está prohibido jugar dinero) mientras suena el estridente ruido de las bolas que recorren las máquinas.

 

Un sistema críptico rodea las ciudades y recuerda al visitante su extranjería de forma natural y permanente; visitantes que aprenden a pasear en un espacio vacío de significado pero no de sensaciones. Poco a poco se acostumbran, e incluso algunos reciben tal descarga que deciden aprender japonés.

 

Para estos últimos, el misterio continúa a lo largo de un tiempo indefinido, en un espacio magmático, propio de un país volcánico. Un espacio magmático que ofrece momentos de pasión y euforia —cuando puede leer unos cuantos signos—, alternados con momentos de vacío sostenido y silencio que sirven para ensimismarse hasta caer rendido en el siguiente medio de transporte y cerrar los ojos tras el esfuerzo, dejándose llevar por el sueño pegadizo de una masa colectiva que dormita al unísono en los vagones, rodeada de signos silenciosos preservando su descanso.

Cuando uno llega a Japón por primera vez, siente que ha se ha transportado no solo en el espacio, sino también en el tiempo, y mientras los sentidos disfrutan de la máxima tecnología y los últimos avances, todo un mundo de trazos irreconocibles lo acompañan allá donde vaya. Un sistema de escritura indescifrable que a ojos del occidental, aparece como el guardián de un secreto milenario, convirtiéndose a lo largo de su viaje, en su compañero más fiel.

 

Tanto es así que a veces uno lo busca inconscientemente y descansa el pensamiento cuando posa la mirada en ese nuevo mundo de trazos pintados o en relieve, sobre los soportes más variados. Caminando por las ciudades, cuando viaja en el metro, a la entrada de un restaurante o en los mismos museos en donde obras repletas de caligrafías lo miran, mientras su inconsciente acaba atrapado por las formas abstractas de los trazos.

 

En ese momento sin saber/poder leer, más allá del significado, otras emociones aparecen. El vigor, el ritmo, el vacío, la fuerza o simplemente la nada, se apoderan del cerebro en una especie de lento masaje que borra la intencionalidad de buscar el contenido. Absorto en su analfabetismo cree distinguir trazos que le sugieren una pierna, una persona, algo parecido a una estrella… El mismo desconcierto lo aleja de lo intelectual y lo sumerge en una profunda superficie de abstracciones y supuestos.

Los signos lo acompañan en silencio, no importa su tamaño, a veces enormes en forma de publicidad, otras en pequeño formato; en esos libros y mangas que unidos a sus dueños pasean por los transportes públicos, se sientan a comer cuencos de soba (Comida popular, barata y rápida que se come en Japón) sujetos por la mano de su ávido lector o descansan en las salas de pachinko (como un casino, pero donde está prohibido jugar dinero) mientras suena el estridente ruido de las bolas que recorren las máquinas.

 

Un sistema críptico rodea las ciudades y recuerda al visitante su extranjería de forma natural y permanente; visitantes que aprenden a pasear en un espacio vacío de significado pero no de sensaciones. Poco a poco se acostumbran, e incluso algunos reciben tal descarga que deciden aprender japonés.

 

Para estos últimos, el misterio continúa a lo largo de un tiempo indefinido, en un espacio magmático, propio de un país volcánico. Un espacio magmático que ofrece momentos de pasión y euforia —cuando puede leer unos cuantos signos—, alternados con momentos de vacío sostenido y silencio que sirven para ensimismarse hasta caer rendido en el siguiente medio de transporte y cerrar los ojos tras el esfuerzo, dejándose llevar por el sueño pegadizo de una masa colectiva que dormita al unísono en los vagones, rodeada de signos silenciosos preservando su descanso.

Naturaleza y jardines

Naturaleza

Japón es un país en el que se venera la naturaleza hasta límites insospechados. Del mismo modo que se sucumben a la bella transformación paisajística que se produce en cada estación. La idea de que los japoneses sienten una admiración desmedida por los escenarios naturales de su país rebaja, además, esa distorsionada percepción de que únicamente se desviven por la tecnología. Asimismo, insufla de espiritualidad a una sociedad hastiada por las longevas jornadas laborales; de vez en cuando, sea de manera colectiva o individual, los nipones necesitan escapar momentáneamente de los grandes núcleos urbanos y de su acelerado ritmo industrial para rebajar la presión y mantenerse apartados de esa vorágine diaria.

Visitando esos entornos naturales de los que se beneficia el país, admirando los principales acontecimientos estacionales, consiguen apaciguar y atemperar su estado de ánimo, hasta el punto de fundirse con ellos. Por esta razón existen un sinfín de sitios de admiración y veneración a lo largo y ancho del país, parajes vírgenes y recovecos secretos apartados de toda civilización, que regeneran al japonés por dentro y que son motivo de regocijo en cada época del año, dando lugar a esa mirada contemplativa en cada estación. Una mirada cíclica que se repite anualmente y que consensuaremos en cuatro fenómenos de temporada: el hanami, los paisajes marítimos, el momiji y los paisajes nevados.

Jardines

Los jardines japoneses siempre han despertado en nosotros imágenes idílicas de espacios apacibles, con un arroyo, un estanque y seguramente también un puente arqueado, por donde pasear en silencio y quizás, con suerte, vislumbrar una mujer ataviada con kimono. En cualquier caso, a pesar de esa visión idealizada, puedo garantizar que la realidad la supera claramente. La concepción y ejecución de un jardín en Japón han sido y siguen siendo muy diferentes de las de otros países. Y no solo de los europeos de todas las épocas, sino de los árabes, de los indios y también de los chinos y coreanos. Casi todos ellos buscaban transformar el entorno para humanizarlo, para encasillarlo en una geometría de esquemas rectilíneos. Solo los jardines románticos pretendían alejarse de lo artificial para acercarnos a una naturaleza intocada, aunque no pocas veces colonizada por ruinas creadas exprofeso.

No hace falta ser un entendido en la materia para constatar que los jardines japoneses se distinguen de todos los demas, que tienen su propia personalidad, sean antiguos o modernos. Por otro lado, Japón ha sido capaz de crear más tipologías de jardín que cualquier otro país del planeta, quizás exceptuando a China. Tanta variedad puede sorprender al turista que llega por primera vez, por ejemplo, a Kioto; especialmente si visita uno en el que no ve ni un árbol ni un arbusto. En ese caso estará contemplando alguno de los denominados jardines secos. Sin embargo, no debe desanimarse, porque con toda seguridad encontrará otros muchos que satisfarán todas sus expectativas y más. Quizás, si tiene suerte, podrá coincidir con los días de floración del cerezo o del cambio de color de las hojas de arce. Si es así, habrá asistido a uno de los espectáculos más cautivadores de la naturaleza en el lugar idóneo: Japón.

Naturaleza

Japón es un país en el que se venera la naturaleza hasta límites insospechados. Del mismo modo que se sucumben a la bella transformación paisajística que se produce en cada estación. La idea de que los japoneses sienten una admiración desmedida por los escenarios naturales de su país rebaja, además, esa distorsionada percepción de que únicamente se desviven por la tecnología. Asimismo, insufla de espiritualidad a una sociedad hastiada por las longevas jornadas laborales; de vez en cuando, sea de manera colectiva o individual, los nipones necesitan escapar momentáneamente de los grandes núcleos urbanos y de su acelerado ritmo industrial para rebajar la presión y mantenerse apartados de esa vorágine diaria.

Visitando esos entornos naturales de los que se beneficia el país, admirando los principales acontecimientos estacionales, consiguen apaciguar y atemperar su estado de ánimo, hasta el punto de fundirse con ellos. Por esta razón existen un sinfín de sitios de admiración y veneración a lo largo y ancho del país, parajes vírgenes y recovecos secretos apartados de toda civilización, que regeneran al japonés por dentro y que son motivo de regocijo en cada época del año, dando lugar a esa mirada contemplativa en cada estación. Una mirada cíclica que se repite anualmente y que consensuaremos en cuatro fenómenos de temporada: el hanami, los paisajes marítimos, el momiji y los paisajes nevados.

Jardines

Los jardines japoneses siempre han despertado en nosotros imágenes idílicas de espacios apacibles, con un arroyo, un estanque y seguramente también un puente arqueado, por donde pasear en silencio y quizás, con suerte, vislumbrar una mujer ataviada con kimono. En cualquier caso, a pesar de esa visión idealizada, puedo garantizar que la realidad la supera claramente. La concepción y ejecución de un jardín en Japón han sido y siguen siendo muy diferentes de las de otros países. Y no solo de los europeos de todas las épocas, sino de los árabes, de los indios y también de los chinos y coreanos. Casi todos ellos buscaban transformar el entorno para humanizarlo, para encasillarlo en una geometría de esquemas rectilíneos. Solo los jardines románticos pretendían alejarse de lo artificial para acercarnos a una naturaleza intocada, aunque no pocas veces colonizada por ruinas creadas exprofeso.

No hace falta ser un entendido en la materia para constatar que los jardines japoneses se distinguen de todos los demas, que tienen su propia personalidad, sean antiguos o modernos. Por otro lado, Japón ha sido capaz de crear más tipologías de jardín que cualquier otro país del planeta, quizás exceptuando a China. Tanta variedad puede sorprender al turista que llega por primera vez, por ejemplo, a Kioto; especialmente si visita uno en el que no ve ni un árbol ni un arbusto. En ese caso estará contemplando alguno de los denominados jardines secos. Sin embargo, no debe desanimarse, porque con toda seguridad encontrará otros muchos que satisfarán todas sus expectativas y más. Quizás, si tiene suerte, podrá coincidir con los días de floración del cerezo o del cambio de color de las hojas de arce. Si es así, habrá asistido a uno de los espectáculos más cautivadores de la naturaleza en el lugar idóneo: Japón.

Santuarios y templos

Una de las visitas esenciales en un viaje a Japón, con independencia de la ruta, época del año y sentimiento religioso del viajero, son los centros de culto, ya sean sintoístas o budistas o cristianos. La historia de la religión en Japón es el resultado de un complejo proceso de influencias recíprocas entre las diferentes creencias, nativas y de influencia externa, a lo largo de los siglos.

Santuarios

En los santuarios, es el lugar de culto del sintoísmo, que es la religión nativa del pueblo japonés, siendo una de las religiones más desconocidas del mundo. Recoge la esencia de los primitivos cultos prehistóricos, prácticas animistas y mitología cosmogónica, formando parte de la vida y el ser del pueblo japonés desde los primeros tiempos de su organización social y política, hasta el presente.

Templos

En los templos, la religión que se profesa es el budismo. De las dos ramas principales del budismo, la conocida como Mahayana y proveniente de China, fue introducida en Japón en el siglo VI, y siendo rápidamente aceptado entre las clases gobernantes, elevado a la categoría de culto oficial, y dando origen a un modelo de convivencia con el sintoísmo y que ha llegado hasta nuestros días, con la excepción del periodo Meiji que ordenó la separación entre ambos cultos, primando el sintoísmo como religión de estado. El budismo ha sido decisivo en la conformación religiosa de la sociedad japonesa, así como de gran influencia en la cultura de este país.

Una de las visitas esenciales en un viaje a Japón, con independencia de la ruta, época del año y sentimiento religioso del viajero, son los centros de culto, ya sean sintoístas o budistas o cristianos. La historia de la religión en Japón es el resultado de un complejo proceso de influencias recíprocas entre las diferentes creencias, nativas y de influencia externa, a lo largo de los siglos.

Santuarios

En los santuarios, es el lugar de culto del sintoísmo, que es la religión nativa del pueblo japonés, siendo una de las religiones más desconocidas del mundo. Recoge la esencia de los primitivos cultos prehistóricos, prácticas animistas y mitología cosmogónica, formando parte de la vida y el ser del pueblo japonés desde los primeros tiempos de su organización social y política, hasta el presente.

Templos

En los templos, la religión que se profesa es el budismo. De las dos ramas principales del budismo, la conocida como Mahayana y proveniente de China, fue introducida en Japón en el siglo VI, y siendo rápidamente aceptado entre las clases gobernantes, elevado a la categoría de culto oficial, y dando origen a un modelo de convivencia con el sintoísmo y que ha llegado hasta nuestros días, con la excepción del periodo Meiji que ordenó la separación entre ambos cultos, primando el sintoísmo como religión de estado. El budismo ha sido decisivo en la conformación religiosa de la sociedad japonesa, así como de gran influencia en la cultura de este país.

Museos y castillos

La historia del pueblo japonés se puede conocer recorriendo solo sus ciudades, aldeas o asistiendo a sus festivales populares, representaciones teatrales o espectáculos de todo tipo. Todo eso es necesario, pero también lo es el descubrir otros aspectos que no por menos aparentes han tenido menos influencia en la forja del espíritu nipón. El País del Sol Naciente está formado por un archipiélago de miles de islas que se extienden a lo largo de miles de kilómetros, en los que sus habitantes han desarrollado costumbres y tradiciones muy diferentes. Eso es lo que se puede descubrir visitando algunos de los museos de historia, del arte o castillos de Japón.

Unos son en realidad museos de objetos artísticos que nos muestran la forma de vida de los grandes señores feudales. Otros nos enseñan cómo se vivía en aldeas prehistóricas o en las pujantes ciudades de Tokio o Kioto. Finalmente, tratándose de Japón, no puede obviarse una visita a alguno de los museos más impresionantes y emotivos del planeta: los de Hiroshima y Nagasaki consagrados a la debacle atómica.

Museos

Ocho museos son los que permiten mínimamente desvelar algunos de los aspectos más ocultos de la historia y cultura de Japón. Cuatro de ellos, los museos nacionales de Tokio, Kioto, Nara y el Museo de arte de Tokugawa, suelen considerase pinacotecas de arte, pero sus fondos y exposiciones son en realidad mucho más que eso. Los consagrados a la Guerra del Pacífico son dos, el Museo de la paz de Chiran y el Museo Memorial de la Paz de la Prefectura de Okinawa. Uno, el Museo de historia de Shimoda, está dedicado a la llegada de los primeros occidentales al archipiélago nipón en el siglo XVI. Finalmente, el de Edo-Tokio muestra la cultura que nació en Edo, la antigua Tokio antes de ser la capital del país.

No cabe duda de que las visitas a los museos aportan no pocos datos sobre la historia y cultura de cualquier país. Existen pinacotecas para todos los gustos: de pintura, de escultura, de artesanía, consagradas a un solo artista, a un estilo, a una especialidad determinada; las hay de arqueología, de cine, de fotografía, de historia, de ciencia, de tecnología y un largo etcétera.

Los museos de Japón abarcan un espectro amplísimo, tanto por el tamaño de sus fondos como por su concepción o situación. Los hay enormes, con miles de metros cuadrados de salas, y también minúsculos. Los podemos encontrar en edificios del más puro estilo japonés tradicional, en los que es preciso descalzarse para caminar por sus tatamis; pero también en inmuebles vanguardistas que solo por ellos ya merecen la visita. Asimismo, algunos se sitúan en un entorno idílico rodeados de un jardín, de pocos metros unas veces y de hectáreas otras. También en este caso es recomendable su visita, independientemente del interés de su colección. Por descontado, todos sirven para conocer algún aspecto de la historia cultural del País del Sol Naciente.

Castillos

Los castillos de Japón se encuentran entre los monumentos más singulares de su arquitectura. No por casualidad, durante el periodo Edo, las fortalezas de los grandes señores feudales y las pagodas de los templos budistas eran las únicas construcciones a las que se permitía tener más de dos pisos de altura. La majestuosidad de los de mayor tamaño y la elegancia de los de menor volumen eran reflejo del poder político y sofisticación artística de la aristocracia militar japonesa.

Hubo una época en la que la cifra de castillos repartidos por todo Japón superaba el millar. Sin embargo, la mayoría de ellos no sobrevivieron a guerras, incendios, terremotos y tampoco a los bombardeos de la II Guerra Mundial. Actualmente pueden visitarse más de un centenar, aunque muy pocos de ellos conservan sus torreones originales. De algunos han sobrevivido pequeñas casetas, murallas o portones. Otros se han reconstruido con los materiales originales. Finalmente, los hay que han visto levantarse de nuevo sus enormes torreones, pero esta vez en hormigón armado.

Sin embargo, los que sin duda ejercen una mayor fascinación en el visitante son los que permanecen en pie como hace cientos de años, con su robusta estructura de madera y sus basamentos curvos de piedra en talud, siendo 12 los castillos existentes en Japón, erigidos antes o durante el periodo Edo, que han sido declarados como Tesoro Nacional o Importante Bien Cultural de Japón.

La historia del pueblo japonés se puede conocer recorriendo solo sus ciudades, aldeas o asistiendo a sus festivales populares, representaciones teatrales o espectáculos de todo tipo. Todo eso es necesario, pero también lo es el descubrir otros aspectos que no por menos aparentes han tenido menos influencia en la forja del espíritu nipón. El País del Sol Naciente está formado por un archipiélago de miles de islas que se extienden a lo largo de miles de kilómetros, en los que sus habitantes han desarrollado costumbres y tradiciones muy diferentes. Eso es lo que se puede descubrir visitando algunos de los museos de historia, del arte o castillos de Japón.

Unos son en realidad museos de objetos artísticos que nos muestran la forma de vida de los grandes señores feudales. Otros nos enseñan cómo se vivía en aldeas prehistóricas o en las pujantes ciudades de Tokio o Kioto. Finalmente, tratándose de Japón, no puede obviarse una visita a alguno de los museos más impresionantes y emotivos del planeta: los de Hiroshima y Nagasaki consagrados a la debacle atómica.

Museos

Ocho museos son los que permiten mínimamente desvelar algunos de los aspectos más ocultos de la historia y cultura de Japón. Cuatro de ellos, los museos nacionales de Tokio, Kioto, Nara y el Museo de arte de Tokugawa, suelen considerase pinacotecas de arte, pero sus fondos y exposiciones son en realidad mucho más que eso. Los consagrados a la Guerra del Pacífico son dos, el Museo de la paz de Chiran y el Museo Memorial de la Paz de la Prefectura de Okinawa. Uno, el Museo de historia de Shimoda, está dedicado a la llegada de los primeros occidentales al archipiélago nipón en el siglo XVI. Finalmente, el de Edo-Tokio muestra la cultura que nació en Edo, la antigua Tokio antes de ser la capital del país.

No cabe duda de que las visitas a los museos aportan no pocos datos sobre la historia y cultura de cualquier país. Existen pinacotecas para todos los gustos: de pintura, de escultura, de artesanía, consagradas a un solo artista, a un estilo, a una especialidad determinada; las hay de arqueología, de cine, de fotografía, de historia, de ciencia, de tecnología y un largo etcétera.

Los museos de Japón abarcan un espectro amplísimo, tanto por el tamaño de sus fondos como por su concepción o situación. Los hay enormes, con miles de metros cuadrados de salas, y también minúsculos. Los podemos encontrar en edificios del más puro estilo japonés tradicional, en los que es preciso descalzarse para caminar por sus tatamis; pero también en inmuebles vanguardistas que solo por ellos ya merecen la visita. Asimismo, algunos se sitúan en un entorno idílico rodeados de un jardín, de pocos metros unas veces y de hectáreas otras. También en este caso es recomendable su visita, independientemente del interés de su colección. Por descontado, todos sirven para conocer algún aspecto de la historia cultural del País del Sol Naciente.

Castillos

Los castillos de Japón se encuentran entre los monumentos más singulares de su arquitectura. No por casualidad, durante el periodo Edo, las fortalezas de los grandes señores feudales y las pagodas de los templos budistas eran las únicas construcciones a las que se permitía tener más de dos pisos de altura. La majestuosidad de los de mayor tamaño y la elegancia de los de menor volumen eran reflejo del poder político y sofisticación artística de la aristocracia militar japonesa.

Hubo una época en la que la cifra de castillos repartidos por todo Japón superaba el millar. Sin embargo, la mayoría de ellos no sobrevivieron a guerras, incendios, terremotos y tampoco a los bombardeos de la II Guerra Mundial. Actualmente pueden visitarse más de un centenar, aunque muy pocos de ellos conservan sus torreones originales. De algunos han sobrevivido pequeñas casetas, murallas o portones. Otros se han reconstruido con los materiales originales. Finalmente, los hay que han visto levantarse de nuevo sus enormes torreones, pero esta vez en hormigón armado.

Sin embargo, los que sin duda ejercen una mayor fascinación en el visitante son los que permanecen en pie como hace cientos de años, con su robusta estructura de madera y sus basamentos curvos de piedra en talud, siendo 12 los castillos existentes en Japón, erigidos antes o durante el periodo Edo, que han sido declarados como Tesoro Nacional o Importante Bien Cultural de Japón.

Literatura y poesía

Tradicionalmente, la literatura en Japón cumplió el papel en la cultura que en Europa desempeñó la filosofía y la teología. Si en la Europa medieval la teología hizo de las artes y hasta de la música sus lacayos, en Japón la literatura tuvo a la pintura y a la caligrafía como fámulas. Es más: la historia de la literatura japonesa es en gran medida la historia del pensamiento y de la sensibilidad del pueblo nipón. Y en la casa de esta literatura, el ojo explorando sombras, y no tanto la mente creando luces, ha sido el arquitecto principal.

En cuanto a la brevedad-concisión y a la capacidad de sugerir, otras dos cualidades sustanciales de la literatura japonesa, son dos caras de la misma moneda. La primera se basa en un elemental principio estético para los japoneses: lo pequeño es hermoso; y en una tendencia inveterada (arraigada): el amor incansable al detalle.

Dicho en otros términos, la mentalidad japonesa, en términos de espacio, suele concentrarse en la parte más que en el todo. El jardín japonés, por ejemplo, se diseña empezando por las partes y los detalles, no por el conjunto como podría ser el caso en otras culturas. En literatura, esta característica es responsable de la impresión fragmentaria y episódica que poseen numerosas obras literarias de Japón, incluso las más extensas como es el caso de la más clásica de todas, la ya citada Historia de Genji.

En el caso del lenguaje poético japonés, el arte de sugerir está orquestado por aliteraciones y multitud de expresiones que juguetean, como un gato con un ovillo de lana, con la fácil homofonía de la lengua —un idioma de notable pobreza de combinaciones silábicas: solamente 112—, por imágenes o anécdotas bien conocidas en la tradición cultural propia o china. Un verdadero «código de alusiones» que formará parte integral de la tradición literaria clásica, especialmente en poesía y teatro.

Tradicionalmente, la literatura en Japón cumplió el papel en la cultura que en Europa desempeñó la filosofía y la teología. Si en la Europa medieval la teología hizo de las artes y hasta de la música sus lacayos, en Japón la literatura tuvo a la pintura y a la caligrafía como fámulas. Es más: la historia de la literatura japonesa es en gran medida la historia del pensamiento y de la sensibilidad del pueblo nipón. Y en la casa de esta literatura, el ojo explorando sombras, y no tanto la mente creando luces, ha sido el arquitecto principal.

En cuanto a la brevedad-concisión y a la capacidad de sugerir, otras dos cualidades sustanciales de la literatura japonesa, son dos caras de la misma moneda. La primera se basa en un elemental principio estético para los japoneses: lo pequeño es hermoso; y en una tendencia inveterada (arraigada): el amor incansable al detalle.

Dicho en otros términos, la mentalidad japonesa, en términos de espacio, suele concentrarse en la parte más que en el todo. El jardín japonés, por ejemplo, se diseña empezando por las partes y los detalles, no por el conjunto como podría ser el caso en otras culturas. En literatura, esta característica es responsable de la impresión fragmentaria y episódica que poseen numerosas obras literarias de Japón, incluso las más extensas como es el caso de la más clásica de todas, la ya citada Historia de Genji.

En el caso del lenguaje poético japonés, el arte de sugerir está orquestado por aliteraciones y multitud de expresiones que juguetean, como un gato con un ovillo de lana, con la fácil homofonía de la lengua —un idioma de notable pobreza de combinaciones silábicas: solamente 112—, por imágenes o anécdotas bien conocidas en la tradición cultural propia o china. Un verdadero «código de alusiones» que formará parte integral de la tradición literaria clásica, especialmente en poesía y teatro.

Artes escénicas

Danza y religión

Dos poderosas alas con que el ave fabulosa del teatro remontó el vuelo en tiempos remotos hasta llegar a las cumbres de la escena japonesa, tal como hoy es divisada en su espléndida diversidad. En el caso concreto de Japón, la unión de danza y religión la refuerza la naturaleza divina de la que, oficialmente y desde tiempo inmemorial, estaban revestidos los soberanos, hijos de la diosa del Sol. Pocos pondrán en duda que la danza es, junto con la música, el arte más universal y directamente comunicable. Además, probablemente sea el que más libertad expresiva le permite al ejecutante. En el caso de Japón, hay unanimidad entre los especialistas: la danza sagrada o kagura —antiguamente interpretada por mujeres chamanes, luego ritualizada en la corte y todavía hoy observable en algunos santuarios, es la madre de todas las formas dramáticas japonesas. Su vigencia parece anterior al gran flujo de importaciones culturales chinas producido en los siglos VI y VII.

Hoy es posible, en un domingo cualquiera del mes de noviembre de una ciudad como Tokio, ver anunciado el noh, una forma teatral que nace en el siglo XIV, en tres o cuatro teatros; es posible presenciar kabuki, que surge en el XVII, en otros dos o tres teatros; es posible, con algo de suerte, incluso asistir a una representación del artístico teatro de títeres en el Teatro Nacional de Bunraku; se puede hasta asistir en el Palacio Imperial o en algún templo sintoísta a una muestra del bugaku, la forma teatral más antigua, que se remonta al siglo VIII; es posible naturalmente presenciar obras del shingeki, de buto de Kazuo Ono u otras formas dramáticas vanguardistas. Con este vistoso abanico de posibilidades se rinde tributo tanto a la identificación del pueblo japonés con sus tradiciones, como a la vigencia expresiva y estética de todas esas formas. Pocas culturas del mundo pueden alardear de tan extraordinaria continuidad de sus géneros dramáticos. Los seis o siete géneros dramáticos mencionados, tan diferentes en contenidos y estilos, están, no obstante, vinculados, por sólidas similitudes estéticas y estructurales, detrás de las cuales hay siglos de asimilación y modificación derivadas de una confluencia de fuentes nacionales y extranjeras.

Danza y religión

Dos poderosas alas con que el ave fabulosa del teatro remontó el vuelo en tiempos remotos hasta llegar a las cumbres de la escena japonesa, tal como hoy es divisada en su espléndida diversidad. En el caso concreto de Japón, la unión de danza y religión la refuerza la naturaleza divina de la que, oficialmente y desde tiempo inmemorial, estaban revestidos los soberanos, hijos de la diosa del Sol. Pocos pondrán en duda que la danza es, junto con la música, el arte más universal y directamente comunicable. Además, probablemente sea el que más libertad expresiva le permite al ejecutante. En el caso de Japón, hay unanimidad entre los especialistas: la danza sagrada o kagura —antiguamente interpretada por mujeres chamanes, luego ritualizada en la corte y todavía hoy observable en algunos santuarios, es la madre de todas las formas dramáticas japonesas. Su vigencia parece anterior al gran flujo de importaciones culturales chinas producido en los siglos VI y VII.

Hoy es posible, en un domingo cualquiera del mes de noviembre de una ciudad como Tokio, ver anunciado el noh, una forma teatral que nace en el siglo XIV, en tres o cuatro teatros; es posible presenciar kabuki, que surge en el XVII, en otros dos o tres teatros; es posible, con algo de suerte, incluso asistir a una representación del artístico teatro de títeres en el Teatro Nacional de Bunraku; se puede hasta asistir en el Palacio Imperial o en algún templo sintoísta a una muestra del bugaku, la forma teatral más antigua, que se remonta al siglo VIII; es posible naturalmente presenciar obras del shingeki, de buto de Kazuo Ono u otras formas dramáticas vanguardistas. Con este vistoso abanico de posibilidades se rinde tributo tanto a la identificación del pueblo japonés con sus tradiciones, como a la vigencia expresiva y estética de todas esas formas. Pocas culturas del mundo pueden alardear de tan extraordinaria continuidad de sus géneros dramáticos. Los seis o siete géneros dramáticos mencionados, tan diferentes en contenidos y estilos, están, no obstante, vinculados, por sólidas similitudes estéticas y estructurales, detrás de las cuales hay siglos de asimilación y modificación derivadas de una confluencia de fuentes nacionales y extranjeras.

Cultura popular

Mundo Otaku

La definición de la palabra otaku supone un reto considerable, ya que a lo largo del tiempo sus matices y connotaciones han ido fluctuando tanto en Japón como en el resto del mundo. Desde los años noventa, cuando en Occidente se vive la primera gran explosión de cultura popular japonesa, otaku servía para definir a todos aquellos aficionados al manga y anime (algo que se extendió con el tiempo a otros productos culturales japoneses). Fueron los propios otaku occidentales los que importaron el término desde Japón, y se lo aplicaron a sí mismos sin tener demasiado en cuenta el uso que se le daba en su lugar de origen (que no era precisamente algo bueno, pero que ha ido cambiando al largo del tiempo).

Mundo Anime

La cultura popular japonesa se asienta sobre diversas disciplinas artísticas que han trascendido las fronteras de su país precisamente por tratarse de una clara expresión de su identidad nacional. La pasión que generan en su propio país, esas manifestaciones pop ha sido clave para despertar interés en occidente, pasando a convertirse en fenómenos globales.

El manga, anime, cine, televisión, videojuegos y otros ámbitos contenedores de cultura de masas procedentes de Japón, se consideran actualmente el alma de una sociedad que busca en ellos el necesario escapismo a más de medio siglo de desarrollo industrial a gran escala.

Esta explicación, la cual, como en todos los casos en que se generaliza, contiene solo una parte de la verdad, debería comprender también la relación indisoluble entre creación artística e industria que ha acompañado la cultura en Japón desde siempre, y muy especialmente tras el fin de la II Guerra Mundial. Los japoneses siempre han entendido arte e industria como dos conceptos complementarios, siendo su proyección exterior una consecuencia directa del respeto que primero han profesado los propios nipones por el hecho cultural y su comercialización.

De las artes modernas que han calado más hondo en la sociedad japonesa y se han prodigado allende sus fronteras, el manga, o cómic nipón, es el más antiguo, así como piedra angular sobre la que se asientan las formas estéticas y estilos que han conformado al resto.

Cine

«Somos japoneses, por lo tanto, hacemos las cosas a la japonesa» (Yasujiro Ozu, director de cine).

La cita anterior, atribuida a uno de los tres directores nipones más importantes de todos los tiempos, puede parecer una obviedad. Todos los países han impregnado su cine de las particularidades culturales que les son propias.

Sin embargo, en el caso japonés, la huella de su ser nacional sobre el arte cinematográfico es tan profunda que se podría hablar más de fagocitación que de una mera interpretación de códigos importados. Como otras influencias culturales extranjeras, los japoneses no solo han adaptado el cine a sus gustos desde el nacimiento mismo de esta forma de expresión, sino que lo han asimilado de un modo incomparable. Es lo que algunos definen como la «japonesidad» de su cine: una manera de hacer películas tan intuitivamente reconocible y formalmente inimitables, que las hace únicas y perfectamente identificables como japonesas, sea cual sea su género u orientación.

Televisión

En un país donde el consumo de televisión por cable bate récords mundiales, y en el que la Net TV (distribución digital de contenidos televisivos vía internet) gana una ingente cantidad de nuevos adeptos cada día, por no hablar de que las emisiones en 4K se están implementando a marchas forzadas, no debería resultar extraño que la llamada «segunda pantalla» sea un elemento casi totémico en los hogares nipones.

Formato básico del entretenimiento cotidiano en Japón, la televisión es además el medio ideal para difundir nuevas tendencias de ocio que van calando en los hábitos de consumo de las familias. «Mirar la tele» se considera un deporte nacional en el País del Sol Naciente. Lo que aquí consideramos «perder el tiempo frente a la pequeña caja tonta» (cada vez más grandes en pulgadas), en Japón es una válvula de escape para millones de sarariman (salaryman = trabajador) que regresan a sus hogares después de sus largas jornadas laborales. Del mismo modo, las vidas rutinarias de las amas de casa no serían tan armoniosas sin esos Wide Shows matinales, repletos de ídolos momentáneos y sensacionalismo pueril, estando muchos de ellos vinculados estrechamente con la prensa rosa. Bálsamo catódico para una sociedad tensionada que sacraliza su escaso tiempo libre delante de las cada vez más perfeccionadas Smart TV.

Mundo Otaku

La definición de la palabra otaku supone un reto considerable, ya que a lo largo del tiempo sus matices y connotaciones han ido fluctuando tanto en Japón como en el resto del mundo. Desde los años noventa, cuando en Occidente se vive la primera gran explosión de cultura popular japonesa, otaku servía para definir a todos aquellos aficionados al manga y anime (algo que se extendió con el tiempo a otros productos culturales japoneses). Fueron los propios otaku occidentales los que importaron el término desde Japón, y se lo aplicaron a sí mismos sin tener demasiado en cuenta el uso que se le daba en su lugar de origen (que no era precisamente algo bueno, pero que ha ido cambiando al largo del tiempo).

Mundo Anime

La cultura popular japonesa se asienta sobre diversas disciplinas artísticas que han trascendido las fronteras de su país precisamente por tratarse de una clara expresión de su identidad nacional. La pasión que generan en su propio país, esas manifestaciones pop ha sido clave para despertar interés en occidente, pasando a convertirse en fenómenos globales.

El manga, anime, cine, televisión, videojuegos y otros ámbitos contenedores de cultura de masas procedentes de Japón, se consideran actualmente el alma de una sociedad que busca en ellos el necesario escapismo a más de medio siglo de desarrollo industrial a gran escala.

Esta explicación, la cual, como en todos los casos en que se generaliza, contiene solo una parte de la verdad, debería comprender también la relación indisoluble entre creación artística e industria que ha acompañado la cultura en Japón desde siempre, y muy especialmente tras el fin de la II Guerra Mundial. Los japoneses siempre han entendido arte e industria como dos conceptos complementarios, siendo su proyección exterior una consecuencia directa del respeto que primero han profesado los propios nipones por el hecho cultural y su comercialización.

De las artes modernas que han calado más hondo en la sociedad japonesa y se han prodigado allende sus fronteras, el manga, o cómic nipón, es el más antiguo, así como piedra angular sobre la que se asientan las formas estéticas y estilos que han conformado al resto.

Cine

«Somos japoneses, por lo tanto, hacemos las cosas a la japonesa» (Yasujiro Ozu, director de cine).

La cita anterior, atribuida a uno de los tres directores nipones más importantes de todos los tiempos, puede parecer una obviedad. Todos los países han impregnado su cine de las particularidades culturales que les son propias.

Sin embargo, en el caso japonés, la huella de su ser nacional sobre el arte cinematográfico es tan profunda que se podría hablar más de fagocitación que de una mera interpretación de códigos importados. Como otras influencias culturales extranjeras, los japoneses no solo han adaptado el cine a sus gustos desde el nacimiento mismo de esta forma de expresión, sino que lo han asimilado de un modo incomparable. Es lo que algunos definen como la «japonesidad» de su cine: una manera de hacer películas tan intuitivamente reconocible y formalmente inimitables, que las hace únicas y perfectamente identificables como japonesas, sea cual sea su género u orientación.

Televisión

En un país donde el consumo de televisión por cable bate récords mundiales, y en el que la Net TV (distribución digital de contenidos televisivos vía internet) gana una ingente cantidad de nuevos adeptos cada día, por no hablar de que las emisiones en 4K se están implementando a marchas forzadas, no debería resultar extraño que la llamada «segunda pantalla» sea un elemento casi totémico en los hogares nipones.

Formato básico del entretenimiento cotidiano en Japón, la televisión es además el medio ideal para difundir nuevas tendencias de ocio que van calando en los hábitos de consumo de las familias. «Mirar la tele» se considera un deporte nacional en el País del Sol Naciente. Lo que aquí consideramos «perder el tiempo frente a la pequeña caja tonta» (cada vez más grandes en pulgadas), en Japón es una válvula de escape para millones de sarariman (salaryman = trabajador) que regresan a sus hogares después de sus largas jornadas laborales. Del mismo modo, las vidas rutinarias de las amas de casa no serían tan armoniosas sin esos Wide Shows matinales, repletos de ídolos momentáneos y sensacionalismo pueril, estando muchos de ellos vinculados estrechamente con la prensa rosa. Bálsamo catódico para una sociedad tensionada que sacraliza su escaso tiempo libre delante de las cada vez más perfeccionadas Smart TV.